Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1883-1884 (Cortes de 1881 a 1884)
Sesión: 17 de enero de 1884
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 19, 339-347
Tema: Contestación al discurso de la Corona

El Sr. SAGASTA (D. Práxedes): Pido la palabra.

El Sr. VICEPRESIDENTE (León y Castillo): El señor Sagasta tiene la palabra.

El Sr. SAGASTA (D. Práxedes): Comprenderéis, Sres. Diputados, que quien ocupa aquel elevado sitial, en donde más que sus merecimientos vuestra benevolencia le colocó, no venga con ánimo de pelear, y ni siquiera con ánimo de defenderse de los diversos cargos que la pasión política, más que el convencimiento de sus adversarios, han acumulado sobre él, en este por todo extremo interesante debate. Frente a los ataques de que he sido objeto, opongo mi conducta en el poder y fuera del poder. El país ha oído los primeros; de memoria conoce, aunque insignificante, la segunda; y a su juicio hoy, al fallo de la historia mañana, tranquilamente me entrego.

Dejo, pues, el campo neutral de la Presidencia para venir a colocarme entre mis leales amigos, a referirles con franqueza y con lisura, pero en alta voz, para que lo oigan también mis adversarios, cómo he procurado ser eco fiel de sus aspiraciones y hacerme intérprete de sus sentimientos en diversos e importantes asuntos en que directa y personalmente ha intervenido, y que han sido tema casi exclusivo y objeto principal de esta discusión. Grandes miramientos ha de guardar a todos los compañeros Diputados y Ministros; que desde el punto de vista del Reglamento todos aquí tenemos los derechos que el Reglamento nos concede, y nada más que los derechos que el Reglamento nos concede; he de guardar a todos mis compañeros la consideración que aquí mutuamente nos debemos, y que más que todos la debe aquel que por el sitio en que se halla tiene obligación de ser fiel guardador de respetos que a todos por igual les son debidos.

He de empezar, para ello, haciéndome cargo de una frase que en la última parte de su discurso ha pronunciado mi amigo particular, y todavía espero que lo sea político, el Sr. Ministro de la Gobernación, haciendo recaer cierta injusta sospecha sobre el partido constitucional antes de que la fracción centralista viniera a fortalecer sus filas, sin que hubiera necesidad de que esa fracción viniera para que ese partido fuera leal a sus compromisos, como lo ha sido siempre, a pesar de los pesares.

Señores Diputados, no quiero recordar tiempos pasados, no quiero traer a vuestra memoria aquellos días tristes para mí, en que algunos amigos míos, incitados por los que llamándose más liberales habían sido siempre sus adversarios, me abandonaron suponiéndome reaccionario, para ir después con su liberalismo tropezando de escollo en escollo a caer en la catástrofe a que conducen siempre y necesariamente la exageración de las doctrinas, la impremeditación de las reformas y la violencia de los procedimientos.

 Por fortuna, en medio de tantas desdichas como entonces sobrevinieron, los sucesos se desarrollaron con vertiginosa rapidez, y al fin y al cabo llegó Don Alfonso XII a ocupar el Trono de sus mayores. Entonces las fuerzas liberales y monárquicas de la revolución se dividieron: de un lado el partido constitucional adoptó desde luego los temperamentos templados de la lucha legal y de la esperanza; otra, con el radicalismo por núcleo, volvió los ojos a la República, quedando en situación insegura, ambigua hombres importantes que habían juzgado gran papel y habían ejercido gran influencia en la revolución mientras la revolución se mantuvo monárquica. Esta parte con el núcleo radical hostilizó a los constitucionales por espacio de cinco años, durante casi toda la dominación del partido conservador, dirigiéndoles toda clase de burlas y de sarcasmos, riéndose de sus esperanzas y mofándose de que soñaran siquiera que pudieran algún día llegar a ser poder con D. Alfonso XII. Tan desatentada entonces se consideraba la conducta del partido constitucional, y tan infructuosa y estéril mi política, que los radicales se desdeñaban de asistir a nuestras reuniones, y aun algunos que ni eran radicales ni lo habían sido nunca, no nos dispensaban la honra de venir un sólo día a acompañarnos.

Solos estuvimos para reconquistar los principios liberales mientras el partido conservador ejerció el poder; cuando peleábamos por la libertad y por la Monarquía constitucional, algunos de los que ahora nos disputan con grandísima impaciencia el puesto se entretenían en cosas poco favorables a la actitud que nuestro patriotismo nos aconsejaba. Y Dios sabe los esfuerzos que hubo que hacer, en medio de tantas contrariedades, promovidas no sólo por los adversarios, que eso hubiera importado poco, sino por los amigos, para reorganizar las huestes liberales de la revolución, para formar con ellas el partido liberal de la Monarquía restaurada, para impedir que en ningún caso ni por ningún motivo se saliera de la legalidad, y para lograr, como se logró, que sólo esperaran el advenimiento al poder, de su prudencia, de su consecuencia, de su amor a la libertad y a las instituciones. [339]

Pero ¡ah Sres. Diputados! ¡cuánto sarcasmo y cuánta burla por esto contra mis amigos y contra mí! ¡Cómo se reían de nuestra inocencia porque teníamos fe en la Monarquía! ¡Cómo se repetía un día y otro día que no hacíamos más que el juego del partido conservador e impedir de esa manera el triunfo seguro de la libertad por otros medios y por otros caminos! Pero el pesimismo no produjo fruto alguno. Se vio que era una invención pérfida y venenosa aquella de los obstáculos tradicionales; los liberales obtuvieron el premio de su consecuencia y de su fidelidad, y el partido liberal llegó a tomar posesión tranquilamente del poder.

Entonces una gran parte de los radicales varió de actitud, y variaron también de actitud algunos amigos nuestros que no eran radicales, y el Senado, y el Congreso, y la Universidad, y el Congreso de instrucción pública, y todas las Corporaciones oficiales del Estado se vieron favorecidos por elementos que poco tiempo antes no tenían esperanzas, y todo era alegría, todo enhorabuena y todo prudencia, y hasta los más exagerados y los más exigentes y los más atrevidos se contentaban en materia de sufragio con que se llevara a la práctica el voto particular de mi querido y malogrado amigo el Sr. Ulloa. ¿Y de reforma constitucional? ¡Ah! De reforma constitucional, nadie, absolutamente nadie habló una palabra; nadie, absolutamente nadie soñaba entonces en reforma constitucional. ¿Se puede hacer, Sr. Ministro de la Gobernación, a un partido que ha tenido esta conducta, se le puede hacer el cargo con que S. S. envuelve la sospecha, una sospecha maligna, por más que haya salido de labios de S. S.? No: hable S. S. todo lo que quiera, recuerde aquí todos los hechos que tenga por conveniente, traiga aquí la memoria de los días pasados y de los días presentes, que si alguien puede levantar alta la frente, son los individuos del partido constitucional.

Pero pasan los tiempos, porque ya que por las exigencias del debate he tenido que entrar en este punto, en el cual de otra manera no hubiera entrado, no tengo más remedio que continuar la relación de los hechos; pasan los tiempos, y los que no habían ejecutado nada en pro de aquella situación, es decir, de ésta, de la situación liberal, y muchos de los que habían hecho lo posible para que aquella situación no llegase, empezaron a tener pretensiones exageradas. Ya les parecía poco liberal la política que al principio se siguió; ya los que se contentaban al principio con el voto particular del Sr. Ulloa, decían que aquel voto era un procedimiento reaccionario; se impacientaron, y andando el tiempo, para acabar pronto, llegaron a tener participación en el poder; empezaron a tratarme con desvío, a condenar mi política, a pedir a voz en grito mi caída, a reproducir contra mí la antigua campaña de odios y de rencores, a querer presentarme, como en otro tiempo se me presentó, como un obstáculo insuperable a todo progreso, y como la mayor de las dificultades para la conciliación de la Monarquía y de la democracia, olvidándose de que sin mi fe inquebrantable en la Monarquía y mi amor a la libertad, estarían quizá, en vez de la situación elevada en que hoy se hallan, sumidos en los oscuros trabajos de la conspiración, si es que no habían sido víctimas de su loca temeridad. ¡Ah! ¡les incomodo yo! Si consistiera sólo en mí; si no se tratara más que de mí, ¡vive Dios que les había de librar de mi presencia, seguro de que al quedarme sólo en la playa, por ellos abandonado, no habían de hacer su navegación más feliz ni más bonancible; seguro también de que la gravitación de las ideas había de darles pronto el merecido castigo a su grandísima ingratitud!

Pero no conviene, y sobre todo menos que a nadie me conviene a mí, detenerme en tan amargos desengaños.

Llegada la crisis, S. M. el Rey, con su noble deseo de que todos los matices liberales de la Monarquía tuvieran su representación en el Gobierno, para que llevaran el espíritu de sus ideales a todas las esferas de la gobernación del Estado, se dignó confiarme el encargo de formar un Ministerio con espíritu conciliador, dando entrada a elementos de la izquierda, para ensanchar así, sobre la base de la mayoría, los horizontes del partido liberal español. Yo que deseaba tanto como el que más, por no decir más que nadie, la conciliación, me atreví a decir a S. M. que había hecho todo lo posible en el poder para realizarla, pero que se me imponían para ellos condiciones que yo, en bien de la libertad, en bien de la Monarquía y en bien del reposo público, creía de todo punto inadmisibles; que como estas diferencias de apreciación entre los hombres de la izquierda y yo nos habían empeñado en debates más o menos duros que habían enfriado nuestras relaciones, no me creía apto ni en disposición de realizar el noble pensamiento de S. M.; y que, puesto que se trataba de una conciliación sobre la base de la mayoría, ninguno más a propósito para llevarla a cabo que el que acababa de ser Presidente del Congreso, que reunía el haber tenido representación tan alta y la circunstancia favorable de que los hombres de la izquierda, al poner dificultades para tratar conmigo, deseaban, según decían sus periódicos y según referían en todas sus reuniones, tratar con el Sr. Posada Herrera.

El Sr. Posada Herrera fue llamado por S. M. y constituyó el Gobierno que tiene la honra de ocupar el banco destinado para él en el Congreso de los Diputados. ¿Cómo realizó el Sr. Posada Herrera el Ministerio de conciliación? Pues aquí nos lo dijo en el discurso con que inauguró estos debates, que, siento decirlo, lo oí con profundísima pena, con grandísima amargura. El Sr. Posada Herrera, encargado de formar un Ministerio de conciliación sobre la base de la mayoría, a la que había representado desde la Presidencia de la Cámara, aceptó desde luego sin condiciones ni reservas el programa íntegro de la izquierda: sufragio universal y revisión constitucional; porque el Sr. Posada Herrera se equivoca al creer que cuando fue a tratar con la izquierda, tuviera la izquierda otro programa que ese: sufragio universal y revisión constitucional. Hacia mucho tiempo que la izquierda había prescindido de la Constitución de 1869, no como concesión al partido liberal, sino como medio de avenencia entre las diversas tendencias que desde el principio dividieron, como todavía dividen a esa agrupación política; y los Sres. Diputados recordarán que en los últimos debates de la anterior legislatura quedó aclarado que el programa de la izquierda no era ya la Constitución de 1869, sino el que he dicho.

Así, pues, lo que el Sr. Posada Herrera hizo no fue una conciliación honrosa para las dos partes contratantes; fue una abdicación humillante para una de las dos: lo que se pretendió no fue una inteligencia provechosa para nada ni para nadie, entre el partido libe- [340] ral y la fracción democrática, no; fue sencillamente una conversión imposible, y si fuera posible, peligrosa, del partido liberal al partido democrático.

Yo no ataco por eso al Sr. Presidente del Consejo de Ministros, yo no me quejo por eso de S. S. el señor Posada Herrera es dueño de hacer esa conversión y todas las conversiones que tenga por conveniente, si las cree provechosas para su país, como es dueño también de influir y de trabajar para que otros amigos le acompañen en ese camino. Nada tengo que decir por eso a S. S.; pero de lo que me quejo, porque tengo grandísima razón para quejarme, es de que en las diversas conferencias que para realizar la conciliación tuve la honra de celebrar con S. S., no me dijera que había adquirido con la izquierda el compromiso cerrado de ir al sufragio universal y a la revisión constitucional; que al contrario, por diversos conductos se me hizo entender que no iríamos jamás al sufragio universal de 1870 ni a la revisión constitucional; y cuando yo me quejaba de que los periódicos radicales dijeran todos los días de una manera terminante que quien había venido era la izquierda, que la política que imperaba era la política de la izquierda, porque el Ministerio había aceptado el programa íntegro de la izquierda, y nos trataban como vencidos, llamándose ellos vencedores, y echaban las campanas a vuelo y vestían el traje de gala, se me contestaba: no haga usted caso de esos periódicos, porque el Ministerio no tiene órganos en la prensa.

Señores, ¿era justo que el partido liberal se viera tratado así por quien había recibido de él tantas y tales muestras de consideración, de cariño y de respeto? ¿Merecía yo que se me tratara así, ni lo merecían mis amigos, mis correligionarios, los que me dispensaban la honra de considerarme como jefe? Yo no quiero atacar a nadie; pero por lo menos séame permitido, en desahogo de mi conciencia, elevar sentidísima queja por ello al Congreso de los Diputados, a mi partido que me dispensó la honra de otorgarme toda su confianza, al Rey que se dignó escuchar mis consejos, y al país que en definitiva y en última instancia ha de juzgarnos.

Estaba yo en la inteligencia de que de la reforma constitucional no había que hablar, porque al fin y al cabo la reforma constitucional había de ser obra de otras Cortes, y otras Cortes tratarían sobre eso lo que tuvieran por conveniente; que respecto al sufragio no se hablaría ni trataría por el Gobierno hasta terminar la legislatura, y que entonces, que sería próximamente para Mayo, se haría con la presentación de un proyecto de ley de sufragio, cuya extensión y límites habían de discutirse de antemano.

En esta inteligencia caminaba yo, y en esta inteligencia prestaba todo mi apoyo al Gobierno, cuando llegó la apertura de las Cortes; en el discurso Regio se creyó el Ministerio en la necesidad de decir algo sobre estos dos puntos, para salvar los compromisos que sobre ellos habían adquirido algunos Sres. Ministros. Se convino en hacerlo de modo que en la redacción del discurso de la Corona no fuera envuelto compromiso ninguno para el partido liberal, ni de sufragio universal, ni de revisión constitucional; y en efecto, se redactó aquel documento huyendo cuidadosamente de decir nada de sufragio y dejando la revisión para cuando la opinión pública la demandara, aunque consignando, para cumplir o satisfacer los compromisos de algunos Ministros, que en opinión del Gobierno la reclamaba el país. Se reúnen las Cortes, se lee el discurso de la Corona, se nombra la Comisión que ha de dar dictamen; el partido liberal no tiene inconveniente en votar los individuos de la izquierda que le propone el Gobierno para la Comisión, en la inteligencia de que estábamos convenidos; y cuando se creen allanadas todas las dificultades, cuando se creía encontrada la fórmula que salvando los compromisos de los Ministros no envolviera para nosotros compromiso ninguno, ni respecto al sufragio, ni respecto a la revisión constitucional, entonces en la Comisión surge del Gobierno la declaración de que aquella fórmula significaba terminantemente el sufragio de 1869 y la revisión, y que quien apoyara y votara aquella fórmula se comprometía a apoyar y votar el sufragio universal y la reforma del Código fundamental del Estado.

Yo, Sres. Diputados, había puesto siempre para límite de mi apoyo (y aquí contesto a una de las preguntas de mi ilustre amigo el Sr. Martos), yo había puesto como límite de mi apoyo al Ministerio (en cuanto de mí dependiera), el límite del apoyo de esta mayoría en el sufragio y en la revisión constitucional; y siempre he puesto este límite, abajo y arriba, en el Parlamento, en todas partes, en altas y en inferiores regiones. Cuando yo tuve el honor de aconsejar a S. M. como la persona más a propósito para hacer la conciliación aquel que había sido. Presidente de esta Cámara, claro es que al dar este consejo había de hacerlo con la intención de prestar mi apoyo al Sr. Posada Herrera, pero mientras no llegara a ese sufragio ni a la revisión constitucional. Ya ve también el Sr. Martos, en contestación a otra de sus preguntas, cómo habiendo aceptado el discurso de la Corona (y con esto contesto también al Sr. Ministro de la Gobernación), cómo habiendo aceptado la redacción del discurso de la Corona, no podía aceptar la interpretación que se daba al dictamen.

Desde el momento en que se decía a mis amigos: "si votáis ese dictamen en el cual no se dice que vais al sufragio ni a la revisión constitucional, tened entendido que esa es la interpretación que le da el Gobierno y que el que vote ese dictamen tiene ese compromiso para mañana," es evidente que el compromiso quedaba contraído, y yo no he contraído más compromiso que apoyar al Gobierno precisamente mientras no fuera a las dos soluciones indicadas. ¿Es cierto que esto fue lo acontecido en la Comisión? No tiene duda ninguna; porque si la tuviera, la hubiese desvanecido el discurso con que inauguró este debate el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que vino a decirnos sencillamente: Sres. Diputados, yo me comprometí con la izquierda a aceptar el sufragio universal y la revisión constitucional, y como la izquierda no cede en nada y yo soy hombre de honor, no puedo prescindir del compromiso que contraje; se lo digo a la mayoría para que la mayoría proceda como tenga por conveniente. ¿No fue este el discurso del Sr. Presidente del Consejo de Ministros?

Tampoco dirijo cargos a nadie por esto; pero yo me pregunto: si se había adquirido desde un principio el compromiso cerrado de ir al sufragio universal y a la revisión constitucional, ¿por qué no se dijo con franqueza desde un principio? ¿Por qué no se expresó así de una manera clara y terminante en el discurso de la Corona? ¿Por qué anduvimos buscando fórmulas y más fórmulas para no decir nada del sufragio universal y para que no hubiera compromiso sobre la [341] revisión constitucional, entreteniendo así a la mayoría, a las Cortes, al Rey y al país, para venir luego a decir que todo eso estaba ya resuelto de antemano?

¿Por qué he puesto el límite de mi apoyo a este Gobierno, y he procurado que la mayoría lo ponga igualmente, en el sufragio universal y en la revisión constitucional? ¿Por qué me opongo resueltamente a ambas soluciones? ¿Es quizás por amor propio o por interés de partido? ¡Ah! Nadie ignora que yo he sacrificado frecuentemente el amor propio y el interés de partido ante el interés de la Patria. Me opongo a la reforma constitucional porque aun siendo de todo punto necesaria, había de constituir un germen de discordia para los partidos, de inquietudes para las instituciones y de peligros para el país, porque aun entre vosotros los que la pedís, había de ser germen de disidencias, de dificultades y de luchas, porque después de todo, no hay dos entre quienes reclaman la reforma constitucional, que estén de acuerdo, ni en los puntos que ha de comprender, ni en la extensión que cada punto ha de abarcar. Quién la limita a la consignación en el Código de 1876 de los derechos individuales en la forma y manera en que aparecen consignados en la Constitución de 1869; quién la extiende a la organización del Senado, quitando al Monarca, como reaccionaria y nociva, la participación que tiene en la formación de aquel alto Cuerpo Colegislador: bien es verdad que ayer perdonó la vida al Senado mi distinguido amigo el Sr. Martos; pero en realidad se la perdonó por ahora, porque sabe bien S. S., y por eso lo dijo, que aceptada la reforma por el Senado, no había necesidad de matarle, porque él se suicida; no hubiera sido hábil en S. S. el amenazar con la muerte a aquel de quien se necesita para realizar una cosa; y además de no ser hábil hubiera sido innecesario, porque una vez realizadas las modificaciones, el Senado se suicida y no tenía necesidad de esperar la muerte de manos del Sr. Martos. Quién lleva la revisión como punto de mayor urgencia la cuestión religiosa, pese a quien pese, incluso al señor Presidente del Consejo de Ministros. Quién la extrema hasta querer hacer de la Monarquía un Poder responsable, expuesto a los vaivenes de una soberanía nacional en constante ejercicio por medio del sufragio universal.

Ahora bien; considerad, Sres. Diputados, que si esto acontece en medio de estas diferencias, de estas dificultades, de estas luchas entre los que se llaman amigos de la Monarquía, ¿qué habían de hacer los enemigos de esa institución, sino aprovecharse de todas las dificultades para soliviantar la opinión, para perturbar el país, para llevar la incertidumbre y la duda a todas partes, para poner en duda toda clase de legitimidades, para quebrantar los resortes de la autoridad, para minar, que no está ya poco minada, la disciplina social, sin la cual es imposible la Patria? Y todo esto sin necesidad maldita para nadie cuando la Constitución que tenemos no es obstáculo para el desenvolvimiento de ninguna libertad ni para el ejercicio de ningún derecho, ni que nadie lo pida; todo esto porque lo piden unos cuantos políticos de Madrid.

¡Ah señores! La revisión constitucional, aun limitada a la satisfacción de algunas necesidades políticas y sociales reclamadas por la opinión, aun en este caso es siempre peligrosa en todo país; pero lo es mucho más en el nuestro, tan movedizo, tan perturbado y tan impresionable: no es de hombres de gobierno, es verdaderamente insensato meterse en una política de aventuras y de dificultades cuando absolutamente nada la hace necesaria.

¿Quiere esto decir que la Constitución vigente sea irreformable y eterna? No, y mil veces no. Lo he dicho en muchas ocasiones; lo que quiere decir, y esta es una convicción mía arraigadísima, lo que quiere decir es, que mientras la opinión pública no lo reclame, mientras no sea para satisfacer necesidades verdaderamente sentidas por el país, no debe tocarse a ninguna Constitución.

¿Por qué me opongo yo al sufragio universal? Pues me opongo porque tal como lo entiende la escuela democrática española, que las escuelas de diversos países ya lo entienden de otro modo, tal como lo define la Constitución de 1869, tal como se planteó en España en 1870, tal como lo considera la escuela democrática, como ejercicio constante de la soberanía nacional inmanente y en perpetua práctica, es una organización armada contra los altos Poderes del Estado, es una amenaza constante a todo Poder, y es por lo tanto el enflaquecimiento y la degradación de la Monarquía, que los monárquicos no podemos consentir, como no podemos consentir que en poco ni en mucho se niegue la base fundamental de todas nuestras convicciones políticas. Me opongo además al sufragio universal porque tal como lo entiende la escuela democrática, sin ponderaciones, sin defensa, sin preparativos, sin grandes medios, es la preponderancia de lo que se llama el cuarto estado sobre los demás, es el dominio de la masa sobre la inteligencia, es la preponderancia de la brutalidad de los números.

Esta clase de sufragio, hace algún tiempo, en los países poco ilustrados que contaban con un gran proletariado, podía ser y era a las veces una vergüenza, un escándalo, un mercado repugnante, en el cual sólo tenía cabida el candidato rico, y en el que hubiesen salidos vencedores aquellos Lores ingleses de que nos hablaba el ilustre orador Sr. Martos, diciéndonos se gastaban tal cantidad de libras esterlinas, que apenas comprendían los españoles que existieran en el mundo; sistema que a S. S. no le parecía mal, puesto que lo elogió, y sobre el cual debo decir a S. S. que a mí no me ofende el oído, pero no me gusta ese sistema, porque no me parece liberal, ni mucho menos democrático, que un rico por ser rico venza al que ha prestado grandes servicios, al que tiene muchos merecimientos y gran saber. ¿Qué pasaría si el demócrata Sr. Martos en lucha con uno de esos aristócratas que fundan su orgullo en los pergaminos de su prosapia y en las riquezas heredadas, saliera vencido? ¿Qué ganaría el país con eso? Al contrario; el país perdería, y todos perderíamos mucho, porque ese aristócrata rico, avaro de su riqueza, probablemente, ¡qué probablemente! Estoy seguro que no la había de repartir, mientras que S. S., pródigo de la suya, nos reparte a borbotones las galas de su ingenio y las perlas de su elocuencia. (Muy bien.)

Pues bien; en los países poco ilustrados donde domina el proletariado, el sufragio universal pudo ser una vergüenza, un escándalo, un mercado repugnante, pero en realidad no ha sido un peligro; mas desde que la lucha entre el trabajo y el capital, entre el proletariado y la propiedad, entre el pobre y el rico, ha tomado proporciones vaporosas, y una parte del cuarto estado se organiza en sociedades como la Internacional, como la Federación de trabajadores, como los [342] comunistas y anarquistas de la Mano negra, desde que esos asociados se mueven a impulso de una voluntad oculta y de jefes desconocidos, llevando su obediencia hasta el crimen para destruir cuanto se les dice que destruyan, para incendiar si se les manda que incendien, y hasta para matar, si matar se les ordena, señores, me asusta la idea de la influencia que en la política vamos a dar con el sufragio universal a la anarquía. (Muy bien.)

Si los asociados obedecen a sus desconocidos jefes hasta el crimen, mejor y más fielmente les ha de obedecer en la consigna de depositar en la urna una papeleta con un nombre. (El Sr. Martos: Pido la palabra para rectificar.)

Pues bien, Sres. Diputados; todos los que seguís el movimiento político y social del mundo, recordaréis que en las reuniones habidas hace poco tiempo en Londres y Ginebra por los representantes y agentes de aquellas sociedades, se tomó este importante acuerdo como principal, quizás como único de dichas reuniones: que los afiliados procuren tomar parte en todas las manifestaciones de la vida política, para de esta manera destruir mejor toda clase de Poderes.

Estas son las razones, Sres. Diputados, que yo he tenido para poner como límite a la conciliación el sufragio universal y la revisión constitucional, digan lo que quieran ciertos apuntes que en una cuartilla de papel se han tomado para relatar una conferencia de hora y media, porque de eso nada tengo que decir; sólo pongo a su lado la notoriedad de mis opiniones, de las cuales no duda nadie que de política se ocupe, aquí ni fuera de aquí.

Ahora bien; aparte de la revisión constitucional y del sufragio universal tal como lo quiere el Sr. Martos, tal como lo quiere la escuela democrática, puesto que a mí siempre se me ha hablado de ese sufragio, y si de algún otro se me ha hablado no hemos venido nunca a un punto concreto, porque como hay tantas clases de sufragio universal, todavía no sé cuál es el que prefiere el Gobierno; fuera de ese sufragio del Sr. Martos, al que debo atenerme, porque parece que S. S. es el sumo pontífice y el apóstol de este Ministerio y de las fuerzas ministeriales, y porque el discurso de S. S. no sólo ha merecido los justos elogios del Sr. Ministro de la Gobernación, sino que parece que le ha tomado como bandera de este Ministerio y de los Sres. Diputados que le acompañan? ¿Dice que no el Sr. Ministro de la Gobernación? (El señor Ministro de la Gobernación: No he dicho nada. -El Sr. Martos: Diga S. S. que no. ¿Cuándo el discurso de un Diputado ha sido programa del Gobierno?) Siempre, Sr. Martos, siempre que el Gobierno lo acepte.

Pues bien; fuera de esto, Sres. Diputados, no sólo no he puesto dificultad ninguna a la conciliación, sino que he hecho todo lo posible por realizarla; y he llevado hasta tal punto mi tolerancia, he extremado tanto mi paciencia, que en adelante, cuando haya que ponderar el resignado sufrimiento de alguien, en lugar de decir "tiene más paciencia que Job," se dirá: tiene más paciencia que Sagasta. (Risas.)

En el poder no tuve más que benevolencia, apoyo y ayuda para con los elementos de la izquierda; por la conciliación he ido en ciertos puntos quizá más allá de lo que los intereses de mi partido demandaban; por la conciliación he detenido reformas que yo creía urgentes, con la idea de que su discusión y acuerdo con los hombres de la izquierda pudiera servir de lazo de unión a todos; por la conciliación, en lo que de mí ha dependido, he venido preparando la última crisis; por la conciliación he abandonado, y con mucho gusto, el poder.

Y a pesar de que desde el advenimiento de este Gabinete, sin duda en premio de mis servicios a la conciliación, los periódicos radicales y sus auxiliares los republicanos se han convertido en ariete constante contra la mayoría, contra mí, contra todo lo que representaba el Gobierno anterior; a pesar de que el primer acto político del Gobierno echó por tierra las cuatro quintas partes de los gobernadores del partido liberal, sin necesidad y con daño para el servicio público; a pesar de que en la promoción de Senadores se ha atendido más que a un espíritu de concordia a estímulos de amistad y compadrazgo; a pesar del disparate nunca visto de algunos gobernadores pretendiendo poner el juicio público en contra del Presidente de uno de los Cuerpos Colegisladores, convirtiéndose en instrumento oficial de manifestaciones inventadas o ciertas, pero al fin manifestaciones de cuatro alborotadores; a pesar de que la conducta de algunas autoridades no es muy benévola para nuestros amigos de provincias; a pesar de que no se ha perdonado medio para desbaratar esta mayoría, para destruir el partido liberal, del que sois todos hijos y sin el cual no estaríais ahí, ni probablemente estaríamos nosotros todos; a pesar de que se ha querido desorganizar esta mayoría acudiendo a todos los recursos, a la promesa, al halago, a los vínculos de amistad y de parentesco; a pesar de todo esto y mucho que me callo porque más inmediata y directamente se refiere a mi persona y eso no vale nada; a pesar de todo, yo no he dicho ninguna palabra nadie, no he manifestado ningún disgusto, no he hecho reclamaciones ni he expresado quejas; sólo he tenido palabras de concordia, palabras de paz, de amor y de conciliación. (Grandes aplausos en la mayoría.)

¿Qué sería, pues, de mí? ¿Qué me hiciera radical? ¿Que entregara mi partido, si eso fuera posible, al radicalismo? ¿Que convirtiera a los liberales en demócratas? Pues eso, intentarlo sólo, que conseguirlo fuera imposible, pero intentarlo sólo, hubiera sido de mi parte una traición para la concordia y para cosa más importante que la conciliación, y a mí se me pueden pedir toda clase de sacrificios menos ese, que yo no soy de la madera de los traidores. (Aplausos.) Además, ¿qué hubiera yo conseguido con intentar semejante cosa, y aun con realizarla, si hubiera sido posible la realización? ¿Qué hubiéramos conseguido todos, qué hubiera conseguido el país con que yo obligase al partido liberal a convertirse en democrático? Pues lo único que se hubiera conseguido hubiera sido aumentar más la confusión que existe hoy en los partidos y hacer grandísimo daño a las instituciones. Porque en seguida que el partido liberal, abandonando su puesto, se vaya a la democracia, otros hombres vendrán a reemplazarle, y la bandera del partido liberal quedará en pié, debilitada sí, pero en pie y debilitada en daño de las instituciones y en perjuicio del país; de la misma manera que no se conseguiría nada con que el partido conservador desapareciera de su puesto para hacerse moderado, porque en seguida otros hombres vendrían a reemplazar a los que hoy le forman, y el partido conservador quedaría entero y su bandera en pie como estaba. Y es que los partidos no se forman al capricho de cuatro hombres políticos [343] por importantes que sean, ni por medios artificiosos; los partidos son consecuencia indeclinable de necesidades públicas que hay que satisfacer, y producto de fuerzas y de movimientos que son la resultante de esa mecánica política, cuyo desconocimiento solamente o la ceguedad pueden tener la pretensión de que desaparezca. Por eso están grandemente equivocados los que creen y los que dicen que ya está hecha la conciliación, suceda lo que quiera, porque lo está en el Ministerio, y que en el poder y fuera del poder ese será el partido liberal de la Monarquía.

Yo no quiero que se disgusten mis amigos los que tal desean, por lo que voy a decir, pero yo necesito decir la verdad. Ni eso es conciliación, ni eso puede ser jamás, en las condiciones en que se ha inaugurado, el partido liberal de la Monarquía: eso, hoy por hoy, no es más que una agrupación de elementos procedentes de diversos partidos, que aceptando como aceptan los principios y los procedimientos del partido demócrata, como son el sufragio universal y la revisión constitucional, podrá esa agrupación de diversos elementos de otros hoy compuesta, podrá si se organiza, si da unidad a su programa, determinando de una manera clara los puntos a que ha de llevar la reforma y su extensión, fijando de una manera también terminante y concreta el sufragio universal que proclama, fijando sobre todo el concepto que tiene la Monarquía constitucional en relación con la soberanía nacional, podrá en este caso y con estas condiciones llegar a constituir el partido democrático de la Monarquía, partido que será o no será llamado por sí sólo al poder, como no es llamado en ninguna parte, pero que prestará como en todas partes presta grande apoyo, grandísimos servicios a la libertad, a la Monarquía y a la Patria, ayudando al partido liberal, siendo su vanguardia y su acicate, inspirándole e infiltrándole su espíritu, prestándole su concurso, dándole sus Ministros y haciendo todo lo que hacen los partidos radicales y demócratas en todos los países donde rige el mismo sistema de gobierno que rige en España. (Muy bien.)

De otra manera, mientras continuéis así, no lo dudéis, ni sois partido democrático ni sois partido liberal; lo único que sois y lo único que hasta ahora habéis sido (no os incomodéis por lo que digo), lo único, pues, que sois y seréis si no os organizáis, es, una perturbación en los partidos, una dificultad para las instituciones, y luego una conmoción constante para el país, y además tendréis la desgracia, contra vuestra voluntad, contra vuestro deseo, contra vuestro patriotismo, tendréis, sí, la desgracia de deshacer y de destruir todo aquello en que pongáis mano.

Y aquí salta, Sres. Diputados, aquí salta la verdadera dificultad de la cuestión. No se ha hecho la conciliación, porque no era posible hacerla tal como estaba planteada; no se ha hecho la conciliación, porque una de las partes que han de conciliarse no tiene unidad de miras, ni de propósitos, ni de pensamientos, y si no hay acuerdo en su seno, mal puede buscar el acuerdo con los demás. Así es, Sres. Diputados, que cuando se trata de ciertos elementos de la izquierda, la conciliación se cree tan fácil, que parece imposible que no esté realizada ya; pero cuando se trata con otros elementos de la izquierda, la conciliación se presenta tan difícil, que se ve desde luego que es irrealizable.

Y aquí viene el error de mi siempre querido amigo el Sr. Martos al pensar que en mí existían como dos espíritus, y dos inteligencias, y dos naturalezas, y dos voluntades; porque dice: ¿quiere el Sr. Sagasta la conciliación? Y se contestaba el Sr. Martos: Dios lo sepa, y aun a Dios trabajo le había de costar el averiguarlo. Pues bien; a mí no sólo me ha costado trabajo, sino que lo averigüé desde el principio; pero como no quería poner dificultades, como no quería hacerme responsable de que la conciliación no se realizara, aun con los obstáculos que veía, no me opuse a que se trabajara en su favor. No es que yo tuviera dos espíritus, ni dos voluntades, ni dos naturalezas; donde estaban los dos espíritus, las dos voluntades y las dos naturalezas, era alrededor de S. S. Pero a S. S. le ha pasado lo que aquel que viaja en un tren: ve los objetos exteriores y se hace la ilusión de que lo que marcha son esos objetos, cuando quien marcha es él.

Al ocuparme yo en examinar uno de esos dos espíritus, en estudiar una de esas dos voluntades, quería querer; Pero cuando yo me ponía a examinar otras voluntades y a escudriñar otros espíritus, no podía querer. Y ahí tiene S. S. explicada la exactitud de su fórmula de que unas veces parecía que quiero querer, y otras parece que no puedo querer. No; el caballo de batalla de la conciliación ha sido el sufragio universal y la revisión constitucional. Pues ¿no es verdad, señores diputados de la izquierda, que no estáis dos de acuerdo en estos puntos? ¿No es verdad, señores individuos de la izquierda, que no hay dos que estén de acuerdo en la cuestión del sufragio universal? ¿No es verdad que mientras unos creen que el sufragio universal, tal como lo define la Constitución de 1869, es peligroso para las instituciones y aun para el país, hay otros que creen que el único sufragio universal es ese, que todos los demás no son sino mistificaciones indignas para engañar al pueblo?

El Sr. VICEPRESIDENTE (León y Castillo): Perdone V. S., Sr. Sagasta; han pasado las horas de Reglamento, y se va a consultar a la Cámara si se prorroga la sesión. "

Hecha la oportuna pregunta por el Sr. Secretario Ordoñez, el acuerdo de la Cámara fue afirmativo.

El Sr. VICEPRESIDENTE (León y Castillo): Continúa la sesión y el Sr. Sagasta está en el uso de la palabra.

El Sr. SAGASTA (D. Práxedes): En cuanto a la reforma constitucional, ¿no es verdad que al mismo tiempo que unos la quieren tan exigua y tan reducida, que si no fuera por el portillo peligroso que con ella se abre, no había inconveniente en que la aceptáramos nosotros y hasta el partido conservador, hay otros que la desean tan amplia, tan radical, tan grande como puede desearla la escuela democrática más exigente? Pues si hay esa falta de acuerdo, si hay esa falta de unidad en puntos tan esenciales, ¿cómo queréis poneros de acuerdo con nosotros? Es evidente que la conciliación hubiera sido fácil con una parte de la izquierda; ¿qué os digo hubiera sido fácil? Es realizable, y por fuerza lo será; como también tengo la evidencia, Sres. Diputados, de que es difícil, imposible con otra parte de la izquierda.

Y, señores, aquí tenéis ya planteada la cuestión en sus términos sencillos y concretos; está reducida a lo siguiente: a que en la izquierda hay unos que son demócratas y hay otros que no son demócratas, que son liberales; el problema se encierra en estos sencillísimos términos: liberales o demócratas. [344]

Los liberales tienen su puesto entre nosotros; que vengan ellos a nosotros, que vayamos nosotros a ellos, es igual: la conciliación, mejor dicho, la reconciliación del partido liberal es necesaria, es lógica, es natural, se impone, si es que no se oye más que a los estímulos del patriotismo, porque juntos pueden volver a estar los que ya lo estuvieron y los que juntos atravesaron los tiempos prósperos y adversos de la varia fortuna. Los demócratas tienen su puesto en otro campo, en el campo contiguo, en el campo inmediato, en el campo limítrofe al nuestro: no es el partido democrático enemigo, sino auxiliar del partido liberal. El partido liberal, como el partido democrático, cada cual en su campo, pueden y deben entenderse, si tienen patriotismo, si quieren vivir en paz y en armonía y si quieren ayudarse mutuamente en la oposición y en el poder. Y esta es la única conciliación posible y digna entre el partido liberal y el partido democrático de todos los países regidos por Monarquías constitucionales. Y esa es la única conciliación posible y digna para que cada partido mantenga como debe el decoro de sus principios y la limpieza de su bandera.

Pues bien; esta es la única conciliación realizable para todos, y posible y digna, repito, para las instituciones y para el país: los liberales agrupándose bajo la bandera de la libertad; los demócratas agrupándose bajo la bandera de la democracia; puesto que habéis reconocido la Monarquía constitucional de D. Alfonso XII, ayudadla y ayudad al país, prestando el concurso de vuestro patriotismo y de vuestras luces a la realización de la obra emprendida por el partido liberal.

Ahora bien; los demócratas, ya sabéis la bandera que tienen. ¿Con qué bandera se quiere hacer esta conciliación de los liberales? Ya lo sabemos: con la vuestra, con vuestra bandera. No hay libertad que vosotros queráis, que nosotros no aceptemos; no hay reforma liberal que vosotros pretendáis, que no sea nuestra reforma. Por consiguiente, nuestra bandera, la bandera del partido liberal de la Monarquía española, es el programa de la izquierda, pero sin el sufragio universal, que no tiene ninguna Monarquía de Europa, y que las Repúblicas que lo tienen comienzan a modificarlo; pero sin la reforma de la Constitución, que es de todo punto innecesaria y peligrosa; pero dentro de la Constitución de 1876; pero dentro del concepto que los monárquicos deben tener de la Monarquía constitucional.

¿Podéis tener inconveniente en cobijaros bajo esa bandera? No; si no venís, será por cuestión de amor propio; pero ahí la tenéis, porque aquí no hay provocación ni duelo, Sr. Ministro de la Gobernación: esta es la única base de concordia. Yo no tengo inconveniente en marchar al lado de S. S., como no tengo inconveniente en ponerme al lado de los individuos que proceden del partido constitucional que se hallan en ese Ministerio, que si están (porque Dios sabe a dónde llevan a los hombres los compromisos y las circunstancias del momento) con su espíritu, con su inteligencia, con su historia, con sus compromisos y con su honradez, pertenecen, como no pueden menos de pertenecer, al partido constitucional, de la misma manera que los que proceden del campo democrático, aunque figuren en ese Ministerio, están con el partido democrático, con su espíritu, con su inteligencia, con su historia, con sus compromisos y con su propia honradez. (El Sr. Ministro de la Guerra pide la palabra.) Yo no tengo inconveniente en ponerme al lado del señor general López Domínguez, porque el señor general López Domínguez sabe que juntos hemos estado luchando bajo esta bandera.

Y voy ahora a dirigirme al partido conservador, empezando por advertirle que en lo que acabo de decir con referencia a los amigos de la izquierda está la mejor contestación que puedo dar al discurso que ha pronunciado el Sr. Cánovas esta tarde, en su parte más importante.

En mis palabras habrá visto que nosotros no abandonamos por nada ni por nadie los principios fundamentales de la Monarquía constitucional; que sobre ellos giramos con tanta fe como pueda tener el partido conservador; que debe observar este partido que si nosotros nos hemos opuesto al sufragio universal y a la revisión constitucional, y si no hemos querido aceptar la conciliación bajo esas dos bases, no ha sido sólo en defensa de nuestros principios, sino también en defensa de los principios del partido conservador, en defensa de los principios que nos son comunes a liberales y conservadores, y que no pueden menos de serlo a los partidos gobernantes dentro de unas mismas instituciones.

Porque al fin y al cabo, las reformas que propone la izquierda son de tal naturaleza y tienen tal trascendencia, que afectan más o menos directamente, en poco o en mucho o en algo, a los grandes principios, a los principios fundamentales de la Constitución y de los altos Poderes del Estado. Y en tal concepto, no puede modificarse, no debe modificarse, sino de acuerdo entre todos los partidos llamados a gobernar al país, si alguna vez ha de entrar éste en la normalidad que tanto necesita. Nos hemos opuesto al sufragio universal, por ejemplo, no sólo por el peligro que ofrece la escuela democrática, sino porque presumimos la declaración importante que ha hecho el digno jefe del partido conservador. Procediendo de buena fe, no queríamos nosotros aceptar un principio que pudiera ser desechado por el partido conservador, porque se trata de principios que deben ser comunes a todos los partidos; y acerca de esto voy a hacer una declaración.

No sólo es necesario para que la marcha regular de los partidos se verifique, no sólo es necesario que se basen sobre una ley fundamental común, sino que es preciso que de acuerdo todos hagamos una ley electoral. Procediendo de buena fe, hemos querido seguir el ejemplo que nos dio el partido conservador, que no suele ser muy pródigo en estos ejemplos, y hay que acogerse al primero que presente.

Siguiendo el ejemplo, repito, que nos dio el partido conservador, llamando a los hombres de todas las agrupaciones para formular la ley electoral que existe, no podemos nosotros hacer una nueva con esa extensión y hasta el extremo de que pudiera ser rechazada por los conservadores, cuando en principio trata de consignarse en la Constitución del Estado; eso no lo puede hacer ningún partido sino por una común inteligencia, porque de lo contrario, no saldremos aquí del sistema de que cada escuela venga al gobierno con una Constitución debajo del brazo.

Nos hemos opuesto también a la reforma constitucional, porque como no sabemos la extensión que [345] se le quería dar (aparte de los peligros a que se presta), ignorando la opinión de los conservadores en este punto y sus propósitos para el porvenir, no hemos creído conveniente que se haga una reforma que pudiera dejar fuera de la legalidad a uno de los partidos.

No digo esto para que el partido conservador agradezca a los liberales la defensa que hemos hecho de los principios que nos son comunes. Yo lo digo para que si no le gusta nuestra conducta, lo diga terminantemente, porque es necesario fijar bien la actitud de los partidos. Ya ha hecho algo el Sr. Cánovas del Castillo para fijarla esta tarde. Nosotros no nos hemos quejado de que el partido conservador no haya rechazado a la izquierda en el momento en que apareció, a pesar de que cuando apareció, ya habían venido sus hombres a la Monarquía; ya la obra que quería conseguir S. S. con darle savia y alimento y ayuda, estaba conseguida, se hallaban ya en la Monarquía; con una circunstancia especial, y es, que desde que apareció la izquierda se ha detenido todo movimiento de los republicanos hacia las instituciones; desde entonces no ha venido nadie, y tanto, que mientras yo he sido Gobierno, gracias a mi constancia, y yo creo que a la benevolencia con que he tratado a los demás amigos de la izquierda aunque éstos crean lo contrario, salieron algunos de su retraimiento, salieron otros de su pesimismo; y no pocos de las guerras del Sr. Ruiz Zorrilla; pero no ha venido ninguno de la República a la Monarquía desde que la izquierda apareció, y sobre todo, desde que la izquierda tiene participación en el poder; al contrario, lo que ha habido es una reacción de parte de los republicanos, cuyas intenciones no son un misterio para nadie.

Ya ve el Sr. Cánovas del Castillo, ya ve el partido conservador cómo no necesitaba de su intervención para atraer fuerzas a la Monarquía, puesto que esa tarea la desempeñaba muy bien el partido liberal, que es a quien corresponde; no al partido conservador, porque el partido liberal es afín, es hermano, es pariente inmediato del partido democrático. Yo agradezco mucho, y debe agradecer mucho el partido liberal al conservador, los esfuerzos que ha hecho para la conciliación; pero la conciliación la ha debido procurar el partido conservador sobre la base del partido liberal, con la Constitución de 1876, con el concepto de la Monarquía constitucional, que tenemos los monárquicos; no sobre la base de la democracia, con el concepto que la democracia tiene de la Monarquía constitucional y del sufragio universal que SS. SS. rechazan.

Y ahora debo decir otra cosa al partido conservador: que en las contiendas de los liberales con los demócratas debe ponerse siempre del lado del partido liberal contra el partido democrático.

Sí, SS. SS. han debido procurar la conciliación sobre la base del partido liberal, para aumentar los elementos liberales con elementos democráticos, no sobre la base del partido democrático, para aumentar los elementos democráticos con los elementos liberales.

Por lo demás, y puesto que el Sr. Cánovas del Castillo ha aceptado como suyo lo que nos dijo aquí el Sr. Romero Robledo, hasta el punto de que si el señor Romero Robledo no lo hubiera dicho, lo habría dicho S. S. esta tarde; si hay ahí un partido conservador con su jefe, con su organización, con su disciplina y con su programa, aquí hay un partido con su programa, con su disciplina, con su organización y con su jefe (Aprobación), y que si el jefe del partido liberal no es jefe de todas los liberales, le sucede ni más ni menos que lo que al jefe del partido conservador, que tampoco lo es de todos los conservadores. Porque si el partido liberal tiene una izquierda, una derecha tiene el partido conservador; no hay más que una diferencia: que la derecha de los conservadores es menos inquieta, menos impaciente, menos bullidora que la izquierda de los liberales; lo cual no es extraño, Sres. Diputados, porque la derecha del partido conservador la componen generalmente gente madura y desengañada, y a la izquierda del partido liberal viene constantemente mucha gente moza, inquieta e impaciente, que entusiasmada con lo absoluto de las teorías doctrinales, no tiene en cuenta fácilmente las asperezas de la realidad. (Aplausos.)

De suerte que al partido conservador y al partido liberal españoles no les pasa ni más ni menos que lo que sucede a los partidos liberales y conservadores de todos los países. En todas partes al partido conservador le sigue una retaguardia, el partido de la tradición, el partido de lo pasado; al partido liberal le precede una vanguardia, el partido del porvenir, el partido de las ilusiones. Pues bien; en todos los pueblos el partido liberal apoya siempre al partido conservador en las contiendas con su derecha, y el partido conservador apoya al partido liberal en las contiendas que tiene con su izquierda.

Haga lo mismo el partido conservador español, como ya lo he empezado a ver esta tarde, y no sucederán muchas cosas de las que han sucedido; porque si los partidos están en sus puestos, si no olvidan los fines de su existencia, si cada cual cumple con su deber, cualesquiera que sean los agravios que unos y otros tengan, será fácil, forzosa la conciliación de los partidos afines, la misión de las instituciones es sencillísima, y el país entrará en aquella normalidad y aquel reposo que necesita para desenvolver sus intereses materiales y gozar, a la sombra de la paz pública, del bienestar y de la prosperidad de los pueblos libres. (Aprobación.)

Pues bien; para la conciliación, la única posible, que ya está formada y que tiene sus jefes y sus soldados, a no ser que la democracia quiera llevar la igualdad hasta el extremo de que no haya jerarquía en esa sociedad política (que de haberla, el Sr. Martos por su talento, por su palabra maravillosa, por sus merecimientos ante su partido, será naturalmente el jefe de la democracia); para esa conciliación, decía, no es necesario disolver estas Cortes; al contrario, aunque fuera necesario, sería preciso no disolverlas, porque no encontraríamos otras más a propósito para el efecto deseado.

Pero oiga el Sr. Martos una palabra. Cuando yo veía aplaudir tan frenéticamente a los republicanos al tiempo que S. S. demandaba la disolución de estas Cortes, me decía: ¡qué razón tienen! Pero con más entusiasmo y más frenéticamente aún aplaudirían si la petición del Sr. Martos tuviera por desgracia favorable resultado.

La izquierda desde su aparición ha modificado su programa, ha cedido, ha retrocedido, ha dudado, ha vacilado en las cuestiones de principios y hasta en las de procedimiento; en dos cosas no ha vacilado ni [346] ha dudado, sino que, al contrario, se ha mantenido firme y constante la izquierda: en la poca afición que me ha mostrado desde un principio, y en el odio que le causa esta mayoría; y no hace bien la izquierda en ello. El odio a mi persona todavía pude tener explicación, ¡ya lo creo! Como que yo la he tratado tan bien como un buen padre a sus hijos. (El Sr. Martos: La izquierda a S. S., si acaso.)

Como quiera S. S.; pero corresponda la izquierda a mi cariño. Pues bien; en esta conducta constante, la izquierda, ya que no ha podido descomponer el partido constitucional, pretende matarlo pidiendo la disolución de estas Cortes. Yo no sé quién gana con la disolución de un gran partido que tiene mayoría, que tiene historia, antecedentes, compromisos, y una fuerza social y política que significa tiempo, merecimientos, sacrificios, trabajos, y que es defensa y muralla del Trono constitucional de D. Alfonso XII; no sé quién va ganando con la destrucción de ese baluarte de la Monarquía española; porque yo no veo que van ganando más que las fuerzas revolucionarias; por eso aplaudían los republicanos tan frenéticamente al señor Martos cuando hacía su atrevida petición de la disolución de las Cortes, cuya petición en S. S. es bien extraña, porque siendo tan demócrata, siendo el pontífice de la democracia, y dando tanta sustancia, tanta esencia, y tanto poder, y tanta preferencia a la soberanía nacional, y por consiguiente a los Poderes que de la soberanía nacional emanan directa o inmediatamente, no tiene obstáculo en pedir la disolución de esos Poderes, cuando a sus propósitos democráticos pueden convenirle. (Aplausos.)

Antes que suceda tal cosa, organice S. S. sus huestes, reúna las ovejas descarriadas; ya que ayer S. S. tanto se entró por entre apriscos, pastores y pastos, permítame S. S. que le diga que recoja las ovejas descarriadas que andan pastando en el prado del presupuesto, y unidas esas fuerzas a las del partido liberal en armonía en estas Cortes, completaremos las reformas. Pero es desgracia de S. S.: se declara monárquico, acto patriótico que yo no tengo palabras bastantes para elogiar, y lo primero que se le ocurre pedir a la Monarquía es la destrucción de una fuerza defensora del Trono; es decir, que por el mero hecho de aproximarse el Sr. Martos a la Monarquía, y claro es que al partido liberal, y de querer reconciliarse con esta mayoría, lo primero que se le ocurre pedir es que se disuelva. Señor Martos, tenga S. S. paciencia; si no hace más que un momento que ha entrado en la Monarquía, ¿cómo quiere ya alcanzar el poder? (Aplausos.)

Señores Diputados, voy a concluir, porque os estoy fatigando (No, no); y no puedo terminar mi discurso de otro modo mejor que repitiendo las palabras con que me han saludado todos los Diputados que han venido de provincias; todos, lo mismo los que vienen de los distritos del Mediodía como los que vienen de los distritos del Norte, lo mismo los que proceden del centro de España que los que vienen de sus extremos, todos me han dicho con una conformidad asombrosa de que no hay ejemplo, lo que vais a oír: por interés del Rey, por interés de la libertad, por interés de la Monarquía, el país y la Patria, deseamos la concordia entre los elementos liberales; pero no comprenden las contiendas en mal hora suscitadas en que aquí estamos empeñados, ni el apasionamiento que estas contiendas producen, y que no sirve más que para enconar y para dividir los ánimos, y no queremos esas mudanzas; lo que queremos es que se atienda con inmediato remedio la enfermedad que este verano se ha descubierto en la fuerza pública, para que pueda ser garantía del orden, escudo de las instituciones y defensa de la Nación; lo que quiere es que se ponga inmediatamente mano en a cuestión social, que tanto y tan directamente afecta al trabajo, al capital, al equilibrio de las fuerzas sociales y al reposo público; lo que quiere es que se repartan con equidad así las cargas públicas; y después de eso, lo que desea es que se le respete, que se le deje vivir en paz, que se le permita trabajar y producir; y sobre todo, que los políticos de Madrid con sus impaciencias no vengan a perturbarle en el reposo de que hace tiempo y para dicha suya viene disfrutando.

Pues bien, Sres. Diputados; lo que el país quiere es lo que quiere el partido liberal de la Monarquía: libertad, mucha libertad, grandes reformas; pero no sufragios universales que le asustan, ni reformas constitucionales que le conmueven. Y es consolador, y para nosotros altamente satisfactorio, el acuerdo que existe entre esta mayoría y el país que representa, acuerdo que la autoriza para proclamar muy alto que jamás desde que existe sistema representativo ha sabido mayoría alguna ser eco más fiel de las aspiraciones y de los deseos de la opinión pública. A votar, Sres. Diputados, que yo no concluiré estas palabras mías con ninguna parecida a aquellas con que terminó el Sr. Ministro de la Gobernación. Aquí no hay duelos, aquí no hay enconos, aquí no hay más que cariño para los antiguos amigos que se separaron de nosotros algún día por razones de patriotismo sin duda alguna. A votar, pues, el dictamen; no significa más que eso: libertad, mucha libertad, programa de la izquierda sin sufragio universal, que no existe en ninguna Monarquía constitucional, y sin reforma de la Constitución, que el país no pide. De esta manera pueden venir nuestros amigos; si no vienen, será porque no quieran, porque pospongan a su amor propio el amor a la Patria. (Aplausos en la mayoría.) [347]



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